(Por Alejandro Duchini).- No podía arrancar de mejor manera este año para el escritor argentino Guillermo Martínez: el 6 de enero, el jurado de la 75ta. edición del Premio Nadal de Novela lo dio como ganador. Su novela se presentó como Los papeles de Guildford y acaba de llegar a librerías como Los crímenes de Alicia, editada por Planeta, que también reeditó su clásico Crímenes imperceptibles. Dice que está orgulloso por el reconocimiento, que lo encontró en España: “Hubo una cena en el Hotel Palace, en Barcelona: 300 personas entre representantes de la política y de la cultura. El marco es absolutamente impresionante. La repercusión, fantástica. Fue tapa de los diarios”, recuerda en diálogo con LA GACETA Literaria a horas de volver a España, donde se lanzará el libro. Lo esperan Madrid, Valencia, Santiago de Compostela y Sevilla, entre otras ciudades. Luego, provincias argentinas; entre ellas, Tucumán (posiblemente en marzo). Y países americanos: México, Colombia, Perú y Bolivia.
- ¿Qué reconocimiento tenés entre los lectores españoles?
- Los crímenes de Oxford (publicada en Argentina como Crímenes imperceptibles) fue muy vendido en España. Van siete ediciones de tapa dura y 20 de bolsillo. También se publicaron otros de mis títulos. Pero una cosa es que se venda un libro y otra que se conozca al autor. Mi nombre no es conocido. Lo que pasa es que Alex de la Iglesia adaptó ese libro al cine. Esa es la forma en que me hice conocer. En cambio, este premio pone un poco más en la atención pública mi nombre como autor.
- ¿Cuál es el eje de Los crímenes de Alicia?
- Tiene dos intrigas. Una tiene que ver con un hecho real: Lewis Carroll escribió trece cuadernos o diarios íntimos de los cuales desaparecieron cuatro. Y de los nueve que quedaron hay uno que tiene páginas arrancadas. Una de ellas corresponde a la relación de Carroll con los padres de Alice Liddell, la protagonista de Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas. Mi novela transcurre en el año 94, cuando una dramaturga llamada Kristen Hillen encontró un papel que resumía el contenido de esas páginas controvertidas. Tomé de ese hecho real un punto de partida e imaginé un libro en el que por un lado se desencadenan crímenes que tratan de impedir que eso salga a la luz.
Poco antes del fin de siglo, recién graduado, viajé a Inglaterra con una beca para estudiar Lógica matemática en Oxford. En mi primer año allá tuve la oportunidad de conocer al gran Arthur Seldom, el autor de Estética de los razonamientos y de la prolongación filosófica de los teoremas de Gödel. Mucho más inesperado, en la distinción borrosa entre azar y destino, fui junto con él testigo directo de una sucesión desconcertante de muertes, sigilosas, leves, casi abstractas, que los diarios llamaron Crímenes imperceptibles. Quizá algún día me decida a revelar la clave oculta que llegué a conocer sobre esos hechos; sólo puedo decir mientras tanto una frase que le escuché a Seldom: «El crimen perfecto no es el que queda sin resolver, sino el que se resuelve con un culpable equivocado».
En junio de 1994, al empezar mi segundo año de residencia, los últimos ecos de esos acontecimientos se habían acallado, todo había vuelto a la quietud, y en los largos días de verano no esperaba más que recuperar el tiempo que había perdido en mis estudios para llegar a las fechas imperiosas del informe de mi beca. Mi supervisora académica, Emily Bronson, que había disculpado con benevolencia los meses en blanco y las demasiadas veces que me había visto en ropa de tenis junto a una chica pelirroja adorable, me emplazó a la manera británica, indirecta pero indudable, para que me decidiera entre los varios temas que me había presentado después del período de seminarios. Elegí el único que tenía, aunque remotamente, un costado afín con mi inclinación literaria secreta: el desarrollo de un programa que, a partir de un fragmento de letra manuscrita, permitiera recuperar la función del trazo, es decir, el movimiento del brazo y el lápiz en la ejecución en tiempo real de la escritura. Era una aplicación todavía hipotética de cierto teorema de dualidad topológica que había alumbrado ella y parecía un desafío lo suficientemente original y difícil como para que pudiera proponerle un paper conjunto en el caso de que lo lograra. Pronto, antes de lo que hubiera sospechado, estuve lo bastante encaminado como para decidirme a golpear la puerta de la oficina de Seldom. Había quedado entre nosotros, después de atravesar la serie de crímenes, algo cercano a una tenue amistad, y aunque en lo formal mi consejera era Emily Bronson, yo prefería ensayar primero con él mis ideas, quizá porque bajo su mirada paciente y siempre algo divertida me sentía con más libertad para arriesgar hipótesis, llenar pizarrones y, casi siempre, equivocarme. Habíamos discutido ya las críticas veladas en el prólogo de Bertrand Russell al Tractatus de Wittgenstein, la razón matemática oculta en el fenómeno de incompletitud esencial, la relación entre el Pierre Menard de Borges y la imposibilidad de fijar sentido a partir de la sintaxis, las búsquedas de una lengua artificial perfecta, los intentos de capturar el azar en una fórmula matemática... Yo, que recién había cumplido los veintitrés años, creía tener mis propias soluciones a varios de estos dilemas, soluciones que eran siempre a la vez tan ingenuas como megalómanas, pero aun así, cuando golpeaba a su puerta, Seldom dejaba a un lado sus propios papeles, se echaba un poco hacia atrás en su silla y me dejaba hablar librado a mi entusiasmo con una media sonrisa, antes de señalarme algún trabajo donde lo que yo pensaba ya estaba hecho, o más bien refutado. Contra la tesis lacónica de Wittgenstein, de lo que no se podía hablar, yo intentaba decir demasiado.
Pero por otro lado se plantea una discusión sobre distintas facetas en la vida de Carroll, en por qué tuvo una discusión con la madre de esas chicas, a las que no le dejaron ver más. Cuando descubrí la historia me pareció fascinante.
- ¿Cómo llegás a este tipo de historias?
- Se va dando. En este caso, Tucumán me sirvió mucho. Porque hace un tiempo estuve en el Congreso de Filosofía que se hizo ahí y conocí a Santiago Garmendia (escritor y habitual colaborador de este diario). Hablamos de un problema matemático. Ese problema lógico aparece en esta novela. Entiendo que hay una especie de alimentación mutua en distintos campos: por ser escritor me invitaron a ese Congreso y por ese congreso encontré un dato que me parece fascinante. Una pequeña historia que pude incorporar en mi novela.
- ¿Sigue habiendo temas fundamentales en la literatura?
- En Kentukis, Samanta Schweblin incorpora temas a partir de la tecnología. Y cuando aparecieron los e-mails la novela epistolar se convirtió en eso. Pero la esencia no cambia, es la misma. Lo que sí cambia de época en época es la sensibilidad. El amor de la Edad Media quizás no tiene nada que ver con el amor contemporáneo. O la homosexualidad en los tiempos de Oscar Wilde nada tiene que ver con la homosexualidad actual. La sensibilidad de cada época redefine el campo de la emoción: hay que poder detectar esos cambios sutiles en la sensibilidad de la época. Se habla de que en literatura son siempre los mismos cuatro temas: amor, muerte, sexualidad o locura. Yo creo que son como etiquetas genéricas y cada una contiene temas que mutan de época.
- ¿La literatura mantiene cierta ventaja sobre otras expresiones culturales al momento de contar?
- Hay algunos atributos que tiene la literatura. Por ejemplo, el fuerte del arte literario, y que es difícil de captar desde otras disciplinas, es la representación del pensamiento en primera persona, algo complicado en otras disciplinas, como el cine o el teatro. El lector puede acceder así a otra forma de la sensibilidad ajena.
- ¿Hay una moda de la literatura del yo?
- No lo sé. Casi todas mis novelas las escribí en primera persona. ¿Qué sería la literatura del yo? Un personaje en primera persona es algo que se hace desde siempre, como en Robinson Crusoe. No termino de ver cuál es el campo de la literatura del yo. Para mí es una especie de conquista de la literatura moderna pero que se practica hace siglos. Quizás hoy se circunscribe más a situaciones cercanas al psicoanálisis, por ejemplo. Pero no me parece que sea una categoría como para separarla y tomarla como objeto de estudio. Es como que se ponen de moda ciertas palabras que buscan llamar de otra forma a cosas que se conocen desde hace mucho.
- ¿Cómo será este año para vos?
- Movido, más allá de los viajes. Porque el 11 de abril se estrenará una película (El Hijo) basada en mi cuento Una madre protectora, con Joaquín Furriel y Martina Guzmán. Participé en varias instancias del proyecto. Fue una experiencia muy interesante porque pude ver desde la concepción al desarrollo de una película.
- Tu nueva novela es un hecho: ¿cuál fue tu sensación al terminarla?
- De una felicidad inmensa. De las cosas que me dan alegría en la vida, terminar una novela es de lo mejor que me pasa. Las novelas me cuestan mucho, soy lento para escribir: ésta me llevó tres años. Tuve que hacer un trabajo de investigación, algo que nunca hice: buscar documentos, materiales y libros sobre Carroll. Quería que la parte biográfica fuera correcta. A eso le sumé todo lo que significa escribir una novela. Sí, lo que sentí fue felicidad.
© LA GACETA
PERFIL
Guillermo Martínez nació en Bahía Blanca, en 1962. Se licenció en 1984 en Matemática, en la Universidad Nacional del Sur. Luego se doctoró en Buenos Aires y completó sus estudios en Oxford. Ganador de importantes premios literarios, publicó Infierno grande, Acerca de Roderer, La mujer del maestro, La muerte lenta de Luciana B., Yo también tuve una novia bisexual y los ensayos Borges y la matemática, La fórmula de la inmortalidad y Gödel para todos (junto con Gustavo Piñeiro). Ganó el Premio Planeta con Crímenes imperceptibles, novela traducida a 35 idiomas y llevada al cine por Álex de la Iglesia. Con Una felicidad repulsiva ganó el Premio García Márquez.
* Fragmento de Los crímenes de Alicia (Planeta).